La Navidad se ha convertido en una época del año extensa que va desde finales octubre hasta pasado el 6 de enero del año siguiente. Se trata, sin duda, de un periodo en el que la publicidad dulzona exalta las relaciones sociales a través de los medios de comunicación convencionales y las redes sociales. Las muestras de afecto se multiplican en vallas publicitarias, cuñas radiofónicas y en una televisión que no cesa de vendernos colonias y turrones a costa de nuestra propia emotividad.
Son numerosas las personas que sufren una tremenda melancolía llegado este punto del año: el recuerdo de seres queridos que no volverán a compartir mesa con nosotros en fechas tan señaladas, la frustración ante compras que nos proponen y que nuestra economía no nos permite o una soledad que se hace más patente viendo cómo otros se abrazan en programas especiales cargados de sensiblería; son muchas las escenas que pueden inducir a la tristeza y el desapego en esta época del año y son muchas, también, las personas que padecen esta depresión circunstancial que, afortunadamente, suele remitir después del día de Reyes Magos.
Como modo de contrarrestar tal bombardeo de emociones, algunas personas deciden abandonar su ciudad para visitar países donde la Navidad carece de relevancia: Asia, países árabes, etc. También son muchas las que, con acierto, realizan una cura tecnológica, encendiendo lo menos posible receptores y atendiendo al teléfono móvil estrictamente lo necesario.